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Las tristes razones de ese silencio

Retrato íntimo de José Rafael Lantigua

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Las tristes razones de ese silencio
Homenaje a José Rafael Lantigua, destacado intelectual y figura central de la cultura dominicana. (ARCHIVO)

Prologuista de mi libro En la universidad, en el acto de su puesta en circulación (4 de marzo de 2014) dije a José Rafael Lantigua que él era “figura cimera de la cultura dominicana, escritor e intelectual a quien he admirado desde muy joven, siguiéndole y leyéndole desde sus días al frente del suplemento literario Biblioteca de Última Hora y, luego, del Listín Diario; o bien, tiempo después, en las páginas de su magnífico libro La conjura del tiempo. Memorias del hombre dominicano, que he leído y releído varias veces, o durante su afortunada gestión al frente del Ministerio de Cultura o en sus obligados artículos sabatinos en Diario Libre.”

Me encandilaba su vasta cultura -inabarcable, cual erudito-, que, por demás, dejaba impresa de manera natural, sin poses ni pretensiones, sin expresiones rebuscadas ni grandilocuentes, en cada escrito. La suya era una escritura deliciosa, que discurría graciosa y ágil a lo largo de unas discretas, sabias, sesudas y enjundiosas disquisiciones, por peliagudas que fueran, en los más variados ámbitos -literarios, culturales, históricos, políticos, religiosos; que, en fin, ninguno escapó a su mirada inteligente-.

Incansable gestor cultural, promotor de la lectura y del libro, dejó una impronta inigualable que incluye, por decir algo, la institucionalización y la internacionalización de la Feria del Libro. Autor prolífico, en su trayectoria vital resaltó, también, su esencial forma de relacionarse con los demás. Hombre decente, afable, generoso, solidario, jovial, habitaba en un mundo superior al que no llegaban otros pares suyos porque esas prendas las llevaba con una mayor, su bonhomía, propia de los que viven ajenos al odio, a la maldad, a la envidia, a la maledicencia, a la mezquindad, a la intriga, al chisme.

Tuve la oportunidad de interactuar con él mientras ejerció como ministro de Cultura, yo en la rectoría universitaria, desde donde promoví actividades que siempre apoyó como pudo; y desde entonces establecimos una empática relación de amistad.

Así, cuando decidí publicar mi libro, ya sabía a quién quería para prologarla. Por cierto, cuando lo llamé, me regaló una cátedra de modestia que conté aquella tarde en su presencia y que, inolvidable, repito ahora: la de un ser sencillo que no se envanecía con sus altísimos merecimientos. Yo, que era quien lo buscaba, no pude ir a verlo pues, a pesar de mi insistencia, fue él quien vino donde mí para regalarme su inmediata aceptación y, tiempo después, enviarme un texto que conservo con particular cariño y orgullo. No sólo lo leyó en el referido acto, sino que, también, lo publicó el sábado siguiente en Diario Libre bajo el título “Justo Pedro Castellanos: sembrando virtudes éticas”, con una nota al pie recomendando su lectura; y lo incluyó en el tomo VII de su monumental Espacios y resonancias. Generoso, terminaba aquel trabajo con unos términos descomunales para este humilde mortal: “Y es más que obvio que él se muestra en estas palabras universitarias como un hombre de puertas abiertas: al bien, a la verdad, a la justicia, a los valores morales, al servicio cívico, desde la autenticidad de un ciudadano- ejemplo para el país dominicano.”

Cinco años después -el sábado 19 de octubre de 2019- me sorprendió con otro regalo, una mención de mi libro Antología del pensamiento de Juan Bosch: su artículo Adiós muchachos trajo al pie la mención de cinco obras que maridaban con aquel texto, entre ellas la mía, que, según él, es “[l]a más completa y ordenada selección del pensamiento del gran líder, con varias ediciones. (…).” Cuando leí aquello, sorprendido y emocionado, le escribí de inmediato y, luego de saludarlo, le dije: “Quiero expresarte mi gratitud por la ponderación que hiciste de mi libro en tu más reciente artículo. Que un hombre como tú, a quien admiro, diga eso, tiene un gran valor para mí. ¡Gracias! Un abrazo.” Nueve minutos después me respondió: “El honrado soy yo. Tu libro es una fuente referencial para mí. Lo he recomendado a muchos amigos. Reiterándote mis afectos.”

A finales de junio pasado, al parecer poco antes del fatídico viaje que nos lo arrancó a destiempo, lo vi por última vez. Llegué a un reconocido restaurante capitalino, donde lo encontré almorzando con su esposa y una pareja de amigos y, como no podía ser de otra manera, me detuve a saludarlo, para recibir de él una andanada cariñosa -“¡Este es un hombre bueno!”, les decía a sus acompañantes- que yo, abrumado por tanto, agradecí como pude. Una bondad que, por supuesto, era la suya proyectada en mí.

Hace muy poco, el domingo 27 de julio, me enteré de que estaba aquejado de salud y al día siguiente le escribí: “Hola, José Rafael. Ayer alguien me comentó sobre tu salud y hoy leí, retrasado, el artículo de Aníbal del viernes en Diario Libre, en el que habla de ello. Te escribo, guiado por la admiración y el aprecio, para expresarte mis mejores deseos de pronta y total recuperación. Mientras, te mando un abrazo que no por virtual es menos cálido y fuerte. ¡Adelante, querido amigo!”

Esta vez no hubo respuesta. Lo que siguió fue una mudez que se fue agigantando hasta hacerse interminable. Ahora he conocido las tristes razones de ese silencio. Y lo lamento de veras. Nuestro país ha sufrido una gran pérdida.

TEMAS -

Ex rector universitario, Juez Emérito del Tribunal Constitucional.